LAS MUJERES, EL TABACO Y LA LITERATURA

(Extracto de un artículo de DUVRAVKA UGRESIC, escritora serbia, aparecido en LE MONDE DIPLOMATIQUE en Septiembre de 2005)

 

En una vieja película soviética, El 41, inspirada en la novela de Boris Lavreniev del mismo título, hay una escena que me hace pensar. La película cuenta la historia de una joven y valiente soldado del Ejército Rojo que ha capturado a un enemigo, un seductor oficial de la Guardia Blanca. Están allí, en una cabaña en pleno desierto, esperando el regreso de la unidad de la joven. La soldado del Ejército Rojo, cuyo gran corazón es refractario al dogmatismo, se enamora de su encantador enemigo ideológico. En un momento, a su compañero le falta papel para liar un cigarrillo. Generosamente, ella le da a su prisionero el único objeto precioso que posee: una modesta libreta donde ha anotado algunos versos. El oficial blanco envuelve su tabaco en la poesía de  la soldado y la hace desaparecer insolentemente en forma de humo, ante la mirada estupefacta de los espectadores.

¿Podemos imaginarnos la situación contraria? No. Porque la escena en cuestión, por ingenua y conmovedora que sea, representa mucho más que una escena cinematográfica; es el resumen metafórico de la historia de las letras femeninas, de la relación de las  mujeres con su propia creatividad, así como de la relación de los hombres con la creatividad de sus compañeras.

A lo largo de toda la historia, los hombres han reducido a cenizas las aspiraciones literarias de las mujeres, y las mujeres se han sacrificado por la literatura. De hecho, la literatura solo se ha mantenido, en los momentos más sombríos de su historia, gracias a las mujeres. Recordemos por ejemplo a Nadejda Mandelstam, que memorizaba obstinadamente los versos de Ossip. De esa manera ella salvó muchos poemas de Mandelstam, a pesar de que en aquel mismo momento, el poderoso dedo de Stalin se apoyaba sobre la tecla Supr.

Recordemos a todas esas esposas, amantes, amigas, adoradoras, traductoras, acompañantes, donantes, mecenas, copistas, mecanógrafas, correctoras, dedicadas editoras, prudentes negociadoras y agentes literarias, ardientes y dulces colaboradoras encargadas de llenar las pipas de los escritores y de limpiar su despacho, cocineras solícitas, valerosas archiveras o bibliotecarias, lectoras apasionadas, confiables guardianas de manuscritos, esfinges vivientes en los templos funerarios de la literatura, limpiadoras en los museos de escritores que hacen relucir los bustos augustos y aspiran el polvo acumulado sobre las obras completas, frenéticas creadoras de fundaciones que se proponen la difusión de los libros de poetas vivos o  muertos. Sí, recordemos a todas esas mujeres.

Expresándolo en el lenguaje de la informática, las mujeres han almacenado a lo largo de toda la historia los textos literarios mientras los hombres los suprimían. ¡Cuántos hombres —dictadores, magnates, censores, locos, pirómanos, jefes de ejércitos, emperadores, líderes— han profesado un odio implacable a lo escrito! Si alguna vez le ha sucedido a una mujer envolver un pescado fresco en los versos de un poetastro, ¿qué es eso al lado de todos los libros que se hicieron quemar bajo el reino del emperador chino Ching Huan Ti? Si alguna ha forrado su molde de tartas con un papel sobre el cual estuviera escrito un poema, ¿qué es eso al lado de las toneladas de manuscritos destruidos por el KGB? Si alguna ha utilizado un libro para encender el fuego en la chimenea, ¿qué es eso al lado de la humareda de libros arrojados en las hogueras nazis? Si alguna de ellas ha utilizado las páginas de una novela para limpiar los cristales, ¿qué es eso al lado de las cenizas de la biblioteca de Sarajevo incendiada por los obuses de Karadzic y Mladic?

¿Es posible pensar en el cuadro inverso? No, porque resulta completamente impensable. A lo largo de la historia, las mujeres han sido lectoras, pequeñas moscas que se dejaban atrapar en el anzuelo de lo escrito; las mujeres siempre se han alineado al lado de lo público.

(…)

Digamos que la historia de las mujeres, de los libros y del humo es una e indivisible, iba a decir, común. Solo los libros y las mujeres ardieron en las hogueras de la inquisición. Estadísticamente, los hombres no cumplieron más que un papel desdeñable en las cenizas de la historia. Las brujas (mujeres instruidas) y los libros (fuente de conocimiento y de placer) han sido proclamados, cada vez que ha parecido necesario en la historia de la humanidad, obras de Satán. Y el ciclo se cerró con el suicidio metafórico de Sylvia Plath, que puso fin a sus días metiendo la cabeza en el crematorio doméstico, el horno, réplica que recuerda el infierno.

Evoquemos, para terminar esta triste historia, un ejemplo más alegre, también ruso. Una madre moscovita estaba muy inquieta por su hijo, no sin razón: su hijo era un excelente alumno, un amante de la literatura que idolatraba a Pushkin, etc. Sin embargo, esta madre temía que se drogara, para ella el mal supremo, de manera que revisaba regularmente sus bolsillos. Y terminó por encontrar lo que buscaba: un pequeño trozo de una sustancia marrón oscuro, cuidadosamente envuelta en papel de aluminio. En lugar de destruir su funesto descubrimiento, esta buena mujer prefirió probar ella misma los efectos de la droga. Aunque no tenía ninguna experiencia en ese ámbito, logró mal que bien fumarse el porro. La aparición de su hijo en el marco de la puerta la arrancó del suave entorpecimiento que comenzaba a experimentar.

—¿Dónde está mi pequeño terrón?  —preguntó el hijo.

—Me lo fumé —respondió ella alegremente.

Ese terroncito no era hachís, como su madre había creído, sino tierra presuntamente proveniente de la tumba de Pushkin, una reliquia sagrada para el hijo. La buena mujer se había fumado a Pushkin, vengando sin saberlo a la generosa soldado del Ejército Rojo a quien un presumido le había transformado los versos en cenizas. Esta mujer anónima, sin saberlo, tal vez escribió, sin saberlo, una nueva página, revolucionaria, de la historia de la literatura. Digo tal vez. Sea como fuere, ¡muchas gracias!

3 comentarios el “LAS MUJERES, EL TABACO Y LA LITERATURA

  1. Jose dice:

    Genial la entrada… Me ha encantado la parte en la que habla de Stalin como: «(…) el poderoso dedo de Stalin se apoyaba sobre la tecla Supr. (…)»

    He estado buscando la película pero es muy difícil por no decir imposible. Sin embargo, he conseguido la ficha técnica…

    http://www.filmaffinity.com/es/film469776.html

  2. drigutcar dice:

    Tiene gracia y razón, y además está bien escrito el artículo, ¿verdad? Gracias por tus desvelos, Jose

    • Jose dice:

      El artículo está genial… Tiene muchas frases de las que «enganchan», que tienes que volver a leer otra vez… como me pasó con la de Stalin, que es buenísima!

      Gracias a ti por tus posts… 🙂

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