UN NOBEL A LA ALTURA DE UN ZAPATO

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A rebufo de las recientes noticias sobre la herencia de Cela, me viene a la memoria el culebrón que dicho escritor protagonizó durante los últimos años de su vida y, de pronto, caigo en la cuenta de que dentro de pocos días, el 19 de octubre, también hará veinticinco años que le concedieron el Nobel.
En su libro Egos revueltos Juan Cruz recuerda la polémica que se suscitó a propósito de un artículo publicado en El País el 14 de noviembre de 1989 titulado El obispo de Manila, en el cual Julio Llamazares, justamente a raíz de la concesión de este premio, recordaba la entrevista que hacía dos años le había hecho al escritor con motivo de la publicación de su novela Cristo versus Arizona.
En dicha entrevista, al ser preguntado Cela sobre si seguía aspirando al Nobel, respondió: “Por supuesto, joven, por supuesto. ¿Por qué había de negarlo? Todo escritor aspira al premio Nobel, y el que diga lo contrario miente. Pero si he de serle sincero, lo que de verdad me gustaría mucho más que el premio Nobel o el Cervantes, es que me hicieran arzobispo de Manila para poder ir rodeado por la calle de un coro de monaguillos capones cantando en tagalo las alabanzas de Nuestro Señor. Por supuesto, los monaguillos los caparía yo personalmente por el sistema que utilizábamos en el depósito de sementales en que serví a la patria.”
Al parecer, según Llamazares, Cela, ebrio de felicidad, se había creído que los académicos suecos, además de concederle tan ansiado galardón, lo habían nombrado también arzobispo de Manila, con un montón de monaguillos capones a su alrededor dispuestos a reírle las gracias.
Y si no, ¿cómo se explican estas afirmaciones aparecidas en la revista Tiempo pocos días después de ser galardonado?: “Joder es entretenidísimo; si llego al cielo algún día, prefiero encontrarme angelitos con coño”; “benditas sean las vaginas propicias y acogedoras y que Dios nos las conserve, pero no las aumente, porque uno ya no está para muchos trotes”; “en España solo una minoría jodemos mucho y bien”; “las tetas de las mujeres son para acariciarlas y el culo para magreárselo”; “las mujeres más baratas son las putas, porque no aspiran a mucho, les das cuatro duros y salen dando saltos”.
Pero ahí no queda la cosa. Cela tampoco tiene empacho en alardear de la pésima opinión que le merecen los novelistas españoles del momento: “No los leo, ni creo que haya más de dos o tres que queden dentro de un tiempo. Hay algunos inteligentes, pero en general me parecen novelistas de catequesis, muy disciplinaditos, muy obedientes, con la mano siempre extendida para ver si el Estado les da unas perras. Hay que entenderlo: tienen que vivir, hombre. Pero no es explicable que la gente, para subsistir, pierda la dignidad. Yo no he tenido jamás ni una ayuda ni una beca.”
Ante semejante exabrupto, Llamazares reacciona acusándolo en su artículo de soberbia y de onanismo intelectual, y haciendo alusión a su etapa de censor y de escritor a sueldo de un dictador latinoamericano.
Ni que decir tiene que a Cela esto le sentó fatal, y que su reacción no se hizo esperar. En una entrevista con Juan Cruz se despachó a gusto, llamando maricón a Llamazares, y pronosticándole que, al igual que Jaime Gil de Biedma, él también moriría de sida.
Por lo que a mí respecta, pienso que, al margen de los méritos de Cela como escritor, y de que la concesión del Nobel estuviera más o menos justificada, su actitud machista, su lenguaje barriobajero y soez, y el hecho de recurrir sistemáticamente al insulto y a la descalificación personal como único argumento de defensa, lo descalifican a él también y lo dejan a la altura de un zapato.
Aparte de eso, excepción hecha de La familia de Pascual Duarte y de La Colmena, lecturas obligatorias en Bachillerato durante muchos años, me gustaría saber cuánta gente sigue leyendo a Cela en la actualidad y disfrutando de su prosa.

http://elpais.com/diario/1989/11/14/opinion/627001207_850215.html