NUESTRO MEJOR AMIGO

 

 

Hasta hace poco Mateo era mi amigo del alma, mi compañero, mi amante ocasional. Aficionado a la pintura, alto, delgaducho, pelo ligeramente ondulado y ojos de un azul ligeramente desvaído, nos conocimos en la facultad de Derecho, siendo estudiantes. Al acabar la carrera, él se quedó en el bufete de abogados de su padre y yo entré en otro de pasante. Pero como desde el principio mi jefe mostró más interés por mis tetas que por mi cerebro, diciéndole «adiós muy buenas», no tardé mucho en establecerme por mi cuenta.  Mateo y yo nos seguíamos viendo con frecuencia, para compartir una copa o para charlar de asuntos profesionales. A veces, hacíamos el amor, intercambiábamos caricias con dulzura, sin las prisas ni los falsos arrebatos de la pasión. En agosto del verano pasado alquilamos en el Algarve un apartamento desde cuya terraza podíamos escuchar el rumor de las olas al romperse y contemplar, allí, al alcance de la mano, el mar recortado contra el horizonte, que él se empeñaba en reproducir una y otra vez en sus lienzos, mientras yo, tumbada en una hamaca, me sumergía en los intríngulis de alguna novela policíaca. Fueron dos semanas de paseos por la playa de dunas solitarias, siestas interminables, baños a la luz declinante de la tarde, rondas por los bares y chiringuitos de la zona —el Pista Morta, al lado de una vieja vía de tren en desuso, por su decoración modernista y también por las ostras tan exquisitas que servían, pronto se convirtió en nuestro preferido—, que se nos pasaron en un vuelo. A nuestra vuelta nos costó separarnos. Ya estábamos empezando a planificar las Navidades, que queríamos pasar esquiando en Sierra Nevada, cuando cierto día de octubre, poco antes de mi santo, la virgen del Pilar, apareció en mi despacho acompañado por un tipo al que acababa de conocer y a quien me presentó como Manuel. Más o menos de la misma edad y estatura, idéntico color de ojos y de pelo, ambos guardaban un extraordinario parecido, e incluso hubiesen podido pasar por hermanos de no ser porque Mateo tenía clase, ese sello, ese algo imposible de definir que te acompaña desde la cuna, mientras que el otro, pese a sus modales educados y a sus esfuerzos por aparentar lo contrario, no la conocía ni por el forro. Por lo visto no tenía oficio ni beneficio. Se le daban muy bien las imitaciones. Tan pronto lo contrataban para actuar como payaso en alguna fiesta infantil, o como guía turístico para guiris incautos. Cuando, con gesto indolente, con la intención de caerme bien, me confesó que hacía «un poco de todo», lo miré con desconfianza, en la seguridad de que se trataba de un farsante, un don nadie al que convenía perder de vista cuanto antes. Pero Mateo, lejos de estar de acuerdo conmigo, parecía disfrutar de lo lindo en su compañía y se citaban tan a menudo que incluso llegué a dudar de la naturaleza de sus relaciones. Mientras tanto nuestros encuentros se iban haciendo cada vez más esporádicos. Menos mal que pronto, en Navidad, contando con al otro no le diera por aguarnos la fiesta apuntándose a última hora, tendría oportunidad de desquitarme. Además, tampoco Mateo estaba dispuesto a seguir aguantándolo por más tiempo, sobre todo a raíz de haberlo sorprendido en su habitación probándose uno de sus trajes y saludándose a sí mismo ante el espejo. Le sentó tan mal verlo así, que al principio ni siquiera fue capaz de reaccionar, hasta que por fin fue capaz de ordenarle que se lo quitara. Desde aquel día se obsesionó con la idea de que tenía que expulsarlo de su vida para siempre, pero, para hacerle más llevadero el trago, accedería a darle gusto yéndose a pasar con él a Madrid el puente de la Constitución. Ya tenía en el bolsillo los billetes del Ave. Pese a mi contrariedad, el día de su partida lo acompañé a la estación. Al siguiente lunes Manuel me envió un wasap diciéndome que regresaba solo. Mateo, al parecer, había decidido prolongar su estancia durante unos días. Han pasado ya dos meses desde entonces y a fecha de hoy sigo sin tener noticias suyas. Nadie sabe nada de él, parece como si se lo hubiera tragado la tierra, su foto ha salido ya en todos los noticiarios y oficialmente se le da por desaparecido. Manuel subió ayer a mi despacho para saludarme y entregarme de parte de Mateo el perfume que le encargué, del que me había olvidado por completo. Lo encontré muy cambiado, más seguridad de sí mismo, con ropa caras y elegante.

–¿Acaso has heredado? –Le pregunté.

A la desaparición de Mateo, no le dio importancia.

–Seguro de que se lo estará pasando en grande en algún pueblecito perdido del Mediterráneo –me dijo, quizá con la intención de tranquilizarme.

Cuando al marcharse, a través de la ventana, lo vi caminando por la acera, tuve la impresión de que era Mateo y no él quien en ese momento se alejaba de mí.

SE LO DIRÉ A TU PADRE

Por varios caminos podíamos llegar al sexo las niñas de nuestra generación, todos ellos delimitados por la delgada línea del no, como la leve huella impresa en la pared por un cuadro descolgado.

Ya nos ponía en situación de entrever futuros goces la delectación y morosidad con que nuestras profesoras se referían al martirio de algunos santos cristianos —San Tarsicio, San Lorenzo, San Sebastián—, y el embeleso con que escuchábamos.

Después estaba la insistencia en el sexto mandamiento y aquello de los pecados capitales que a mí tanto, sobre todo el de la carne, me costó entender.

Ya metidos en faena, no puedo dejar de mencionar las obscenas preguntas de algunos sacerdotes en el confesionario.

El silencio en casa también era espeso y hasta se consideraba inoportuno aludir al nuevo embarazo de mamá.

Especialmente incómodo resultaba andar por la calle expuesta a impúdicas miradas masculinas, caminabas deprisa, intentando no escuchar las inmundas palabras que cualquier berraco apostado en una esquina o en la puerta te dirigía al pasar.

Y tras tan duro entrenamiento, cuando empezábamos a ir a nuestras primeras fiestas, los tíos nos acusaban de ñoñas por no arrimarnos tanto como ellos querían.

Pero antes de eso yo ya había sufrido la que quizá haya sido la experiencia más decisiva de mi vida. A los ocho años me hice amiga de un crío con el que jugaba a todas horas y del que siempre iba cogida de la mano. Una de mis compañeras me amenazó con contarle a mi padre que iba por ahí haciendo guarrerías si no le daba lo que me pedía.

Desde entonces, de vez en cuando, una vocecilla interior me repite: «se lo diré a tu padre, se lo diré a tu padre…».

MASCARILLAS

Las mascarillas no son cosa de ahora.

En la Edad Media, los médicos, para atender a los enfermos de peste, utilizaban, además de gafas, sombreros de ala ancha,  guantes de cuero, abrigo también de cuero encerado hasta las tobillos y vara para apartar a los que se acercaban demasiado, una máscara con pico de ave, a veces rellena con plantas aromáticas para mitigar los olores, que impedía que les llegase el aliento de los infectados.

El uso generalizado de la mascarilla se extendió a principios del siglo XX con la llegada de la gripe española.

La cantante francesa Pauline Viardot, en las últimas décadas del XIX, nos sorprende con esta, de su propia invención,  que utilizó con el objeto de ocultar su nariz hinchada por la picadura de un mosquito.

 

 

 

 

 

DADME UNA BUENA RAZÓN PARA ODIAR A MOZART

 

 

Nunca te gustó mi forma de tocar, papá.

Aporreas el piano, estás destrozando esa sonata.

Las negras, las corcheas, van pasando a ritmo militar, me pisan, me machacan.

Ahora entreveo tu silueta borrosa.

Te llamo en silencio, no me escuchas.

No me mires así, papá.

No me acaricies el pelo sucio y grasiento.

Me enredo con los cables, no puedo moverme.

Abrázame, tengo mucho frío.

No quiero estar desnuda.

Para de moverte.

Enciéndeme la luz.

Tráeme agua.

Llévame a una pizzería.

Quiero comerme una pizza gigante.

Te daré la mitad, papá.

Para ya con ese algodoncito.

Huele a podrido.

Ese hombre que está contigo.

Me quita el sol.

Me tapa la ventana.

¡Que se vaya, papá!

Me pierdo en mis heridas,

Mi oculista.

Vestido de blanco en su oscuro gabinete.

Me tapa los ojos, me magrea.

Siempre así.

Tiro mis gafas, no las quiero.

Letras, negras, corcheas, todas bailan a mi alrededor burlándose de mí.

Yo no aporreo el piano.

¿Por qué no escuchaste mi audición?

Mi profesor.

Que sé extraer de Mozart toda su melancolía.

Amadeus.

Me invitó a su casa a ver esa película.

Yo no quería, papá.

Se enfadó mucho.

Mocosa de mierda.

En medio de la noche.

Te llevo a tu casa.

Pero yo corría y corría.

Me caí.

Tengo un lazo negro en la garganta.

También es negro el aire de los ataúdes.

No te vayas, papá.

No me dejes sola con él.

¡Maldita sea!

¿Por qué no fuiste nunca a verme al conservatorio?

¿Por qué no lo conoces?

No te vayas.

Él se está acercando.

Retira mis sábanas.

Aplasta su cara contra la mía.

Y más negro no puede estar todo.

SONRISAS Y PALABRAS

Su editor

le había dicho

oye

por qué

no te grabas

leyendo

algunos

de tus versos;

ella accedió,

pues

en aquellos

días oscuros

se había

disparado

la demanda

de sonrisas

y palabras,

y aprovechando

un momento

en que

tumultuosas olas

batían

contra

su corazón

y un primaveral

rayo de sol

iluminaba

el rincón

más acogedor

de su casa,

sentada

ante su móvil,

esbozó

una sonrisa

para alguien

que ni

siquiera

conocía,

susurrando

palabras

al oído

de alguien

que ni

siquiera

conocía.

ESTRELLA DISTANTE

foto estrella distante

Chile. Tras el golpe militar que derrocó a Allende.
Desde el patio del centro La Peña, un lugar de paso en las afueras de Concepción, Arturo Belano —alter ego de Roberto Bolaño—, junto a algunos de sus compañeros de cautiverio, contempla un avión sobrevolándolos, trazando letras de humo gris sobre la pantalla azul del cielo: IN PRINCIPIO… CREAVIT DEUS… COELUM ET TERRA, TERRA AUTEM ERAT INANIS… ET VACUA… El avión se inclina sobre un ala, va hacia el centro de Concepción, donde se adivina que escribe otros versos, vuelve a pasar rugiendo por sus cabezas, escribe APRENDAN, y desaparece.
El piloto es Carlos Wieder, el mismo que —por parte del narrador todo son conjeturas—, una noche aciaga, tras el golpe, asesinara a las hermanas Garmendia y a su tía Ema Oyarzún en su casa de Nacimiento —«y detrás de ellos entra la noche en la casa de las hermanas Garmendia. Y quince minutos después, tal vez diez, cuando se marchan, la noche vuelve a salir, de inmediato, entra la noche, sale la noche, efectiva y veloz»— .
Más tarde, en las fotografías de la exhibición aparecidas en El Mercurio, pese a estar algo borrosas, la gorda Posadas reconoció en Wieder a Alberto Ruíz-Tagle, uno de los asiduos, en Concepción, de los talleres de poesía de Juan Stein y Diego Soto, donde se reunían jóvenes, la mayoría entre los diecisiete y los veintitrés, la mayoría estudiantes en la Facultad de Letras, menos las hermanas Garmendia, quienes estudiaban sociología y psicología, y que iban allí no solo a hablar de poesía, sino también de política, viajes, pintura, arquitectura, fotografía, revolución y lucha armada, la cual, según ellos, permitiría el advenimiento de una nueva época, sin que concedieran demasiada importancia a la sospecha de que a menudo los sueños suelen acabar convertidos en pesadilla.
O sea —siguen las conjeturas del narrador—, que aquel compañero tan diferente a los demás, tan esquivo y poco hablador, tan bien vestido, y que tanto éxito tenía con las mujeres —sobre todo con las hermanas Garmendia, Verónica y Angélica, gemelas monocigóticas, las mejores poetas de todo el grupo, de las que algunos, Arturo y también su amigo Bibiano O’Ryan, andaban enamorados—, cual nuevo Jano, era también un asesino, el poeta de los nuevos tiempos, quien, desde su avión, como más adelante se nos dice, lanzaba versos ensalzando la muerte, igual que los esbirros de Pinochet lanzaban, también desde sus aviones, los cuerpos de sus oponentes.
A raíz de aquella primera acción poética sobre el cielo de Concepción, que le procuró fama inmediata, llamaron a Carlos Wieder —con su poesía ilustrada demostraba que el nuevo régimen y el arte de vanguardia no estaban reñidos— para otras exhibiciones de escritura aérea, multiplicándose su presencia en actos y conmemoraciones, en los que escribía sobre el cielo los nombres de sus víctimas: las hermanas Garmendia, una tal Patricia, una tal Carmen Villagrán, poeta desaparecida en los primeros días de diciembre, aunque muchos pensaban que se trataba del nombre de sus amigas, o de sus novias.
En cierta ocasión en la que sus versos rezaban: «La muerte es amistad, la muerte es Chile, la muerte es responsabilidad, la muerte es amor, la muerte es crecimiento, la muerte es comunión, la muerte es limpieza, la muerte es resurrección», hizo coincidir su exhibición —«poesía visual, experimental, quintaesenciada, arte puro, algo que iba a divertir a todos»— con la inauguración de una exposición fotográfica; pero los invitados —una cosa es matar, al fin y al cabo, en determinadas ocasiones, un acto necesario y valiente, y otra tener el mal gusto de exhibir semejante carnicería— contemplaron horrorizados una serie de fotografías que mostraban jóvenes torturadas, con apariencia de maniquíes desmembradas, destrozadas, quizá vivas en el momento de la instantánea, saliendo de allí la mayoría en estado de shock.
Esa macabra exposición —esto no son conjeturas— supuso la decadencia y el declive de Carlos Wieder, quien no tuvo más remedio que desaparecer, o hacer como que desaparecía, del mapa, aunque siguió publicando con falsos heterónimos, Octavio Pacheco, Masanobu, Juan Sauer, en la «antología móvil de la literatura chilena», y confundiendo a todo el que pretendiera seguirle la pista, hasta que entra en escena Abel Romero, uno de los policías más famosos de la época de Allende, quien, tras haber padecido prisión en Chile durante tres años, en ese momento sobrevivía en París a base de trabajos eventuales.
Y este policía, a través de Bibiano O´Ryan, localiza a Arturo Belano con la intención de que le ayude a encontrar a Wieder. «Hay dinero de por medio», le dice, presentándose en su casa al día siguiente con un sobre de cincuenta mil pesetas —un anticipo—, y una maleta llena de revistas de literatura.
Al final, Belano acaba por descubrir en una de ellas un ensayo escrito por un tal Jules Defoe —alguien con ganas de quemar el mundo— , en el que se propugna como revolución pendiente la abolición de la literatura, con la huella inconfundible de Carlos Wieder, y también un poema con su mismo humor terminal y su seriedad.
Localizarlo, realizar la tarea encargada, y cobrar la sustanciosa recompensa que le permitirá instalarse de nuevo en Chile, donde se hará empresario de pompas fúnebres, será tarea del eficiente policía Abel Romero.
Sin embargo, al detective salvaje Arturo Belano, quien en esta novela de estructura policíaca, con tantas lecturas, tantos autores, tantas disgresiones, tanto personaje estrafalario, sosteniendo su estructura, sin más armas que su agudo olfato literario, que detecta infalible el rastro que van dejando las palabras, nunca inocentes, al ser escritas, corresponderá al final descubrir al culpable.
Ruíz-Tagle/ Wieder, el asesino de las hermanas Garmendia y de tantos otros, el defensor de la no-literatura, de la no-poesía y de los no-lectores, pésimo poeta y esteta de la muerte, solo en un Chile desquiciado como el de Pinochet, enemigo declarado de todo lo que oliera a inteligencia, pudo gozar de cierto renombre.

CIERTA GENTE

FOTO REFUGIADOS

Aunque el título de uno de los poemas de la poeta polaca Wislawa Szymborska, de Llamada al Yeti (1957), es Nada dos veces, leyendo este otro, Cierta gente, tenemos la certeza de que la historia se repite.

«Cierta gente huyendo de otra gente.
En cierto país bajo el sol
y bajo ciertas nubes.

Dejando atrás sus todos respectivos,
campos sembrados, ciertas gallinas, perros,
espejos en los que ahora sólo el fuego se contempla.

Llevan a la espalda hatillos y cántaros
día tras día más pesados, cuanto más vacíos.

El agotamiento de alguien tiene lugar en silencio,
el arrancamiento a alguien de su pan en el tumulto
y el acunamiento del niño muerto de alguien.

Ante ellos un incesante «por aquí no»,
no es ese el puente que necesitan
sobre un río extrañamente rosado.
Alrededor unos disparos, a veces más cerca, a veces más lejos,
en lo alto un avión que parece dar vueltas.

Vendría bien alguna invisibilidad,
alguna oscura pedregosidad,
y aún mejor no-haber-sido
por un tiempo breve o incluso largo.

Algo todavía ocurrirá, pero dónde y qué.
Alguien saldrá a su encuentro, pero cuándo, quién,
desempeñando qué papel y con qué intenciones.
Si tiene elección,
quizás no quiera ser un enemigo
y los deje con cierta vida por delante.»

Wislawa Szymborska

De Otros poemas
Traducción de David Carrión Sánchez

¡VAYA MUJER FEA!

FOTO PAULINE

La tiranía del canon estético es otra de las grandes injusticias que a las mujeres a lo largo de los siglos nos ha tocado padecer.

A diferencia de los hombres, siempre se nos ha valorado más por nuestro físico que por nuestros méritos objetivos.

La cantante francesa de origen español, Pauline Viardot, nacida en París en 1821 y fallecida en esta misma ciudad en 1910, durante toda su vida tuvo que cargar con el sambenito de su fealdad. Algún crítico incluso llegó a calificarla de «batracio».

De una de sus alumnas, Marianne Brand, que acabaría triunfando como cantante wagneriana, Wagner, la primera vez que la escuchó en una audición en Bayreuth, dijo que era la mujer más fea que había visto en su vida.

Ella se marchó muy ofendida, aunque gracias a los buenos oficios de Cosima, su mujer, que lo convenció para que se disculpara con ella en presencia de la orquesta y de toda la compañía, el agua no llegó al río.